Hace diez años, el 7 de julio, fue excarcelado el primero de los cincuenta y tres cubanos que permanecían en prisión desde la primavera de 2003. En los meses siguientes fueron excarcelados los otros del grupo y casi ochenta más, detenidos en otros momentos y por causas similares, a veces violentas o, como se indicaba en sus registros por CR: contrarrevolucionario.
Las excarcelaciones fueron resultado de un diálogo que se había iniciado semanas antes, en mayo, entre la Iglesia y las autoridades cubanas. Pero el detonante fue la manifestación pacífica, durante años, del nutrido grupo de mujeres familiares de aquellos presos políticos, conocidas como Damas de Blanco, por entonces con propósitos estrictamente humanitarios al reclamar la liberación de sus seres queridos.
No todos en el Gobierno querían el diálogo con la Iglesia, y no todos los católicos estaban de acuerdo en dialogar con las autoridades. Es curioso, y comprensible, que desde ambos lados surgieran argumentos similares para oponerse: “con esta gente no hay nada que hablar”, “quieren dividirnos” o “qué pensarán nuestros amigos”.
¿Por qué ese empeño de la Iglesia en dialogar con un interlocutor que la considera un enemigo ideológico permanente y ha levantado a su alrededor un muro de dificultades? Porque el diálogo no es el fin, sino el medio por el cual se busca lograr un propósito superior. Es cierto que no siempre el diálogo es posible, o no siempre las partes están dispuestas para avanzarlo en todo su potencial y lo sostienen hasta que logren su objetivo, pero ello no resta mérito al esfuerzo.
Ya lo habían propuesto los obispos cubanos por años y fueron ignorados. En 1993, en la Carta Pastoral “El amor todo lo espera”, donde se refieren precisamente a la grave situación política, económica y social de Cuba entonces –similar a la de hoy–, pedían un diálogo social amplio como solución. Insultos y ataques fueron la respuesta oficiosa desde la prensa nacional y eso era prueba, según afirmaron los obispos en declaración posterior, de la necesidad del diálogo que por años habían solicitado tener con el Gobierno cubano para hablar no únicamente “sobre la institución eclesiástica en sí misma, sino los problemas del pueblo cubano”, pero solo habían recibido como respuesta “silencio, dilación o rechazo”.
Horas antes de llegar a Cuba en 2012, el papa Benedicto XVI declaró a la prensa que la visita de Juan Pablo II en 1998, “inauguró un camino de colaboración y de diálogo constructivo, que es largo y que exige paciencia, pero que va adelante”. Y refiriéndose al proceso de transformaciones económicas que se abría en ese momento, dijo que “exige paciencia, pero también decisión”, y la Iglesia quería “ayudar en espíritu de diálogo”.
Durante aquel proceso de diálogo el Gobierno, por su propia voluntad y no como una solicitud de la Iglesia, hizo un inventario nacional de todos los templos católicos que habían permanecido ocupados por entidades estatales desde los años sesenta, e inició la restitución de algunos. Fue importante porque había sido un tema tabú durante años, y aunque no se avanzó mucho, quedó un inventario negando lo que se había afirmado antes oficialmente.
Hubo contactos no solo del cardenal Ortega y el arzobispo Dionisio García con Raúl Castro, también el pleno de la Conferencia de obispos recibió a algún que otro ministro para informarse sobre los planes de reformas o “actualización”, como preferían llamarle, y los obispos a su vez expresaron sus criterios sobre estos temas y sus inquietudes ante la realidad de vida de los ciudadanos, etc. Aunque fueran encuentros más informativos que deliberativos, no fueron negativos.
Socialmente, además de la liberación de aquellos presos, el proceso generó bastante distensión en la población. En un país donde no hay administración de justicia independiente, la Iglesia pudo interceder a favor de muchas personas que padecían tratamientos injustos, incluidos no pocos que se definían como revolucionarios y admitían su desconcierto por tener que pedir ayuda a la institución religiosa, después de haberse sentido ignorados en sus reclamos por las instancias estatales que debían responderles. No faltaron las voces que acusaron a la Iglesia de “legitimar la dictadura” y de “lavarle la cara”. Personalmente pienso que los gobiernos se legitiman o deslegitiman en la medida que responden a las urgencias sociales. Fueron las reformas económicas positivas del momento, las que hicieron que disminuyera la emigración y aumentara la expectativa ciudadana, a la espera siempre de una oportunidad para demostrar su capacidad; fue el estancamiento y la regresión de esas reformas, la causa de que se disparara nuevamente la emigración y la desconfianza en el Gobierno creciera exponencialmente, hasta hoy.
El diálogo pudo haber dado más resultados si, en relación con la vida del país, se hubiera continuado, pero ya no solo con la Iglesia, sino con toda la sociedad, de todos los modos posibles y sin condiciones ideológicas, pero no ha sido así. Tanto las ayudas espontáneas de los cuentapropistas a los afectados por desastres naturales cuando el Gobierno no llega, como las iras generadas en las colas de alimentos o las creaciones culturales desideologizadas, son síntomas de una época cambiante y merecen atención.
Cuba debería estar entrando ya en la fase quinta, por lo menos, no de la recuperación del coronavirus, sino de las reformas o “actualización” del modelo económico presentado hace diez años. Parece imposible.
Es bueno que la Iglesia insista en ese diálogo con propósitos auténticos que benefician a la sociedad. Los clamores que se alzan hoy en Cuba sobre las más variadas necesidades deben ser escuchados por la Iglesia, por todas las iglesias, como instituciones morales que no deben ser neutrales ante las urgencias sociales, cualquiera sea el resultado de sus acciones. Pero esos clamores son, fundamentalmente, expresión de una sociedad que puja por romper moldes y progresar en todos los campos, refrenada por las sostenidas restricciones de un Gobierno que no se actualiza.
Ignorar la voluntad de progreso de los ciudadanos y la presión que se acumula e hincha desde abajo en la sociedad, más que lamentable, es peligroso e irresponsable. Ignorarlos no los hará desaparecer. Pretender no escucharlos no apagará su voz. Acusarlos de contrarrevolucionarios es irracional. ¿Acaso hay mayor contrarrevolucionario que el revolucionario que niega la evolución?
El artículo muy bueno.... La foto es lo mejor
Es bueno que la Iglesia insista en ese diálogo con propósitos auténticos que benefician a la sociedad. Los clamores que se alzan hoy en Cuba sobre las más variadas necesidades deben ser escuchados por la Iglesia, por todas las iglesias, como instituciones morales que no deben ser neutrales ante las urgencias sociales, cualquiera sea el resultado de sus acciones.
(Extraído del propio texto)