Los cristianos sabemos que al conocer la Verdad revelada por Dios en Jesucristo, adquirimos para siempre la libertad del espíritu. Libres de la mentira, libres de la oscuridad del pecado que nos aparta de Dios. Definitivamente libres para anunciar el evangelio y proclamar aquella Verdad en todo tiempo y lugar, libres para actuar según nuestra conciencia y vocación. Esta es la razón por la cual muchos cristianos, en casi todas partes y también en Cuba, se pueden sentir motivados a adentrarse y actuar también en el campo de la política, liberados ya de las ataduras del mundo por la fe en Cristo y responsables ante Dios –por aquella Verdad que nos hace libres–, para encarnar allí donde vivimos la fe recibida. Y no necesariamente como representantes de la Iglesia sino como cristianos que actúan según su conciencia en un campo donde no existe una última palabra. De ahí que no todos coincidan en su filiación política. Parece complicado pero no lo es tanto.
La Iglesia, como institución, puede sentirse obligada a expresar sus criterios cuando determinadas acciones tomadas por los políticos o los poderosos, pongan en peligro la dignidad y la libertad de los ciudadanos, o cuando un conflicto social profundo amenace la paz o la concordia social, con independencia de que tenga éxito o no en su empeño. Los fieles laicos, como miembros de la sociedad, asumen el compromiso de adaptarse a las estructuras del mundo para procurar, o al menos contribuir en la liberación integral del hombre y humanizar el entorno donde viven. La esperanza cristiana debe enraizarse en la historia para transformarla y mejorarla, de lo contrario sería una enfermiza huida del mundo, no una esperanza, mucho menos cristiana. Es muy posible que la distancia creciente entre la sociedad moderna y el cristianismo, sea el resultado de la separación entre la experiencia religiosa y la experiencia civil o social, por aquella pretensión de confinar la religión a las cuatro paredes del templo, donde molesta menos. Pero el mensaje de Cristo no es vayan a sus casas y acuérdense de mí, sino vayan por el mundo y anuncien el evangelio. El mensaje cristiano no es un dato privado ni la vida de fe un traje que queda colgado en la puerta al salir. Por imposición, o por autoexclusión, la religión cristiana, como derecho humano, se hizo extraña al mundo moderno cuando fue separada de la vida social. Y aclaro que no se trata de procurar la teocracia, tan dañina como el totalitarismo o la dictadura política.
Y todo ello está intrínsecamente ligado a la libertad. El pasado junio, en un encuentro con autoridades políticas, militares y empresariales de Milán, el Papa Benedicto XVI evocó textos que el santo patrono de la antigua ciudad, san Ambrosio (s. IV), había dirigido al emperador, para recordarle que era tan humano como sus súbditos. Según el Papa, de los textos de san Ambrosio se concluye que “la primera cualidad de quien gobierna es la justicia, virtud pública por excelencia, porque atañe al bien de toda la comunidad”. Pero la justicia no basta. Es necesaria otra cualidad: “el amor a la libertad”, recuerda el Papa citando al obispo de Milán, conocedor de la experiencia gobernativa. Porque Ambrosio, al momento de ser elegido obispo a solicitud del propio pueblo – ¡menudas virtudes habría mostrado para que así fuere!–, era prefecto o gobernador del territorio de Liguria-Emilia, cuya sede principal era Milán. De ahí que pudiera el santo afirmar sobre los gobernantes: “los buenos aman la libertad, y los malos aman la esclavitud” (como el esclavismo ha sido superado, hoy podrían amar el sometimiento o la docilidad de los ciudadanos). “La libertad no es un privilegio para algunos, sino un derecho de todos –dijo Benedicto XVI a los políticos milaneses–, un valioso derecho que el poder civil debe garantizar”. La verdadera laicidad del Estado, continuó diciendo, se propone “asegurar la libertad para que todos puedan proponer su visión de la vida común, pero siempre en el respeto de los demás y en el contexto de las leyes que miran el bien de todos”.
No por repetido llegamos a asumir plenamente que la libertad es un derecho de todos, sea en la casa, en el trabajo, en la escuela o a nivel social. Ciertamente se debe entender como una libertad acompañada o guiada por la razón, siempre en busca del bien, responsable por cada acto que se practica y capaz de aceptar los límites propios cuando se encuentra con la libertad de otros, pues una vez asegurada está al servicio del bien propio y de otros. Se trata entonces de una libertad de, antes que una libertad para.
En los últimos tiempos, algunas medidas aprobadas en el país han servido para ir restableciendo esa libertad individual relegada por tanto tiempo. Acceder a hoteles, vender casas o comprar autos, o eliminar aquel vergonzoso permiso de salida, no es todo, pero es derecho finalmente reconocido, es justicia social de no poca importancia. No es todo, pero es. Esas medidas no inciden solo en el orden económico o social. Hay también detrás de ellas una dimensión política que estremece y traquetea el suelo sólido y punzante que se ha pisado por tanto tiempo.
Realmente no esperaba escuchar la afirmación, desde el gobierno actual, de que la función del Estado no es regular las relaciones entre los individuos, porque lo vivido durante casi cinco décadas ha sido lo opuesto: la injerencia extrema del Estado, a través de sus funcionarios representantes a distintos niveles, en la vida privada de los ciudadanos. Pero tal afirmación, con absoluta naturalidad y sin el menor asomo de dudas, provino del presidente Raúl Castro durante una sesión plenaria de la Asamblea Nacional en diciembre de 2010. “¿Por qué tenemos que meternos en la vida de la gente?”, se preguntó y preguntó el presidente cubano, y hubo aplausos. Este simple argumento, que explica ciertas reformas recientes y debiera arrinconar a la rancia ideología y al vetusto “manual de gobierno”, que sacude incluso al simple ciudadano común, es quizás la expresión más importante que he escuchado del gobierno en mi país en mucho tiempo –con independencia del contexto en que fue dicho. Y fue bueno decir allí, donde se reúnen los que se comprometieron a legislar en Cuba, que el Estado debe respetar la libertad individual, que no es concedida por ningún poder establecido pues es connatural al ser humano, como la piel o los sentimientos; fue bueno decirlo allí porque quienes componen las estructuras del Estado o del gobierno deben respetar esa libertad, y porque la misión del funcionario público –sería mejor decir servidor público– no es hacer más difícil y complicada la vida de los ciudadanos que dice representar con negativas frecuentes, sino servirles y ayudarles en su búsqueda de la felicidad, y estimular los nobles propósitos alcanzables solo con el uso apropiado de la libertad, porque esos propósitos nobles del individuo son los que enriquecen, material y espiritualmente, la nación de todos. No es el Estado por sí mismo quien logra el progreso y el desarrollo del país, sino los ciudadanos por medio de las leyes oportunas y estimulantes que promueve y aplica el Estado.
No se trata de eliminar todas las leyes y restricciones, porque si bien la ley no debe entorpecer la libertad, la libertad verdadera necesita de la ley. Pero también el poder necesita normas que controlen su alcance de modo que no exceda ciertos límites, como aquellos que precisamente protegen la libertad y el derecho individual. Así como la libertad de cada individuo queda limitada por la libertad de otros individuos, la libertad del poder debe quedar limitada por la libertad de los ciudadanos. A mayor libertad ciudadana mayor legitimidad del poder, y viceversa.
Si el propósito es aligerar la enorme carga económica que lastra hoy al Estado cubano, que los ciudadanos alcancemos el bienestar espiritual y material al que tenemos derecho y el país se enrumbe en un camino de progreso y desarrollo, es necesario continuar ampliando los espacios de libertad individual y social, eliminando cuanta restricción sea necesario eliminar. De modo especial aquellas que, pretendiendo impedir la riqueza legal, estimulan el enriquecimiento ilegal.
El modelo político existente en Cuba ha puesto límites excesivos a la libertad, más bien hemos padecido de una superproducción de leyes restrictivas y regulaciones desmedidas. Sí, hemos oído que se justifica con razones de Estado, lo colectivo sobre lo individual o la unidad ante una amenaza externa tan poderosa y tan próxima, y algún argumento más. Pero el hecho cierto es que no pocas cuotas de libertad individual y social han sido suprimidas y el costo, individual y social, ha sido alto, demasiado alto. Y peor aún, hemos aprendido a convivir –unos más y otros menos– con estos excesivos límites a la libertad, al punto de sentirnos extraños, y hasta comportarnos con cierta torpeza, cuando tenemos nuevas oportunidades y más libertades.
Debemos aprender a amar la libertad, porque amándola aprendemos también a respetarla en nosotros y en los demás. No basta ser culto para ser integralmente libre. Con la cultura y la educación se puede garantizar la libertad de la ignorancia, pero no se garantiza la libertad para ejercer el conocimiento adquirido y la propia habilidad natural si existen demasiadas prohibiciones cuando ya hemos dejado atrás el desconocimiento de las letras y las ciencias. La libertad integral no es solo aquella autonomía o libertad interior que pueden experimentar los mártires del cristianismo, un enfermo impedido de caminar o un preso maltratado por sus carceleros. La libertad integral inherente al ser humano y querida por Dios, la libertad responsable para realizar el bien y alcanzar las nobles aspiraciones personales y grupales en la sociedad, necesita expresarse públicamente, y ser amada, cultivada, protegida y trasmitida, como la vida misma, también entre nosotros.
(Palabra Nueva, Noviembre de 2012)
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