Hace unos días la vi una vez más, ahora en una foto que el padre Jorge Luis Pérez Soto puso en su muro de FB. ¡Amparito en Facebook! Ella misma nunca lo hubiera imaginado, tampoco yo. Quizás todavía no se haya enterado. Pero ahí está, con sus ciento cinco años, en la galería del Hogar de Ancianas de San Francisco de Paula, en el barrio habanero de la Víbora, durante la misa por la fiesta de San Cristóbal de La Habana.
Con esa pequeña mujer que aparece al centro de la foto, serena y recogida mientras permanece sentada en la silla de ruedas, trabajé en el Arzobispado de La Habana por más de veinte años. Ella me decía “jefe”, pero cuando quería darme órdenes que no parecieran tales, se ponía un poco más seria y me decía: “Óigame Orlando...”. Siempre convencía.
Allá por el año 1993, cuando la revista Palabra Nueva comenzaba a crecer y los que trabajábamos en ella no éramos ya suficientes para aquella producción casi artesanal de imprimir, armar, presillar y doblar manualmente, la hermana Victoria Beneitez R.A.D. me sugirió traer voluntarias para trabajar en la revista. “Con dos o tres de mis viejitas de la Catedral pueden adelantar el trabajo aquí”. No lo pensé dos veces y le dije que las trajera. Así apareció Amparito en nuestras vidas. Con ella llegaron otras, y otras más se unieron a lo largo de los años, todas eran ya retiradas o pensionadas, y Amparito se convirtió en una especie de jefa natural de aquellas mujeres que se entregaron con gran amor a hacer nuestra revista, y otros trabajos más. Lo que dieron de sí es invaluable.
Era impresionante verlas detrás de aquellas columnas de papel, tomando hoja por hoja hasta hacerlas disminuir y transformarlas en ejemplares para distribuir, recorriendo cientos de metros en un monótono camino de apenas cuatro metros de largo a ambos lados de la mesa, ida y vuelta, para continuar después con el proceso, durante horas y días, años. Fueron parte de nuestro equipo, el mejor que he conocido.
Pero Amparito era siempre la primera en ofrecerse. También quiso estar allí aquellas dos o tres madrugadas vertiginosas en que imprimimos, sin interrupción, “El Amor todo lo espera”. Cariño y respeto no le faltaron, tanto del arzobispo como de los custodios, o los sacerdotes y religiosas que visitaban el lugar, y ella devolvía sonrisas como agradecimiento. Hasta tiene su foto con san Juan Pablo II, tomada allí mismo, en la galería del arzobispado que tantas veces recorrió. No tuvo oportunidades de estudios académicos, pero su cortesía y respeto fueron modelos para todos nosotros. Educada “a la antigua”, para ella ha sido suficiente distinguir entre el bien y el mal, la verdad y la mentira.
Vivía entonces en la Habana Vieja, no lejos del palacio arzobispal, pero cuando decidió mudarse al barrio de Buena Vista, a kilómetros de distancia, me dijo que seguiría yendo al arzobispado y no pude convencerla de quedarse en casa. Dio su palabra y la cumplió: cada día, alrededor de las cinco de la mañana, esperaba en la avenida 31 la guagua que la acercaría a nuestro lugar de encuentro diario. Si alguien podía llevarla o traerla mejor, pero no dependía de nadie.
Cuando pasó de los noventa y cinco y el cuerpo comenzó a resistir su voluntad, con pesar me dijo que no podía seguir colaborando con la revista, y comenzó a ayudar en la cocina. Escogía arroz, o repartía café, además de órdenes que nadie discutía. A los noventa y nueve era evidente que el cuerpo pedía más descanso, y así comenzó una nueva etapa de su larga vida en el Hogar de Paula, donde vive desde entonces. Allí la visité con frecuencia y conversábamos de su familia y de la mía, de los amigos comunes y los años que compartimos en el arzobispado. Siempre alegre y de buen ánimo, su respuesta era la misma cuando le preguntaba cómo se sentía: “Yo estoy bien, lo único que me duele es esta rodilla”, respondía mientras se tocaba la pierna izquierda.
Recuerdo que celebramos su cumpleaños en el arzobispado cuando cumplió los noventa. En un momento la felicité y abracé, sin dejar de sonreír me dijo: “¿Usted sabe una cosa? Nunca en mi vida me habían celebrado un cumpleaños así, con tanta gente”. Los cien años y los siguientes los celebró en el Hogar de Paula, cada 10 de mayo. Dios le ha regalado una larga vida y le ha permitido conocer incluso a dos tataranietos. Pero sobre todo le ha regalado mucho tiempo para dedicarse a las cosas simples, diarias y ordinarias, precisamente las más importantes. Bajo el amparo de Dios ha vivido su vida Amparito, y la ha disfrutado y celebrado. Doy gracias por su hermosa vida.
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