A los dictadores no les gustan las elecciones, incluidos los dictadores de las “democraduras”. Someterse a la aprobación pública mediante el voto secreto no les resulta conveniente. Y si lo hacen, forzados a ello por una u otra razón, lo hacen convencidos de que van a ganar, “por las buenas o por las malas”, como dijo el propio Nicolás Maduro antes de las elecciones del pasado 28 de julio en Venezuela.
Vale la pena recordar lo ocurrido en Cuba el 18 de abril de 2018, cuando Miguel Díaz-Canel fue “elegido” después de haber sido nominado como candidato único. No importaba que no fuera el más capaz, solo importaba que fuera el más dispuesto a la “continuidad”. Darle a la siempre unánime Asamblea Nacional de Cuba la opción de optar por un segundo candidato, era un riesgo que no podían correr los verdaderos electores del “elegido”. Si el debate es esencial a la política, el cinismo -no el de Diógenes, obviamente- es esencial a la dictadura.
Hace unos años, escuché decir en La Habana que la designación de Nicolás Maduro como sucesor de Hugo Chávez habría sido también sugerida por el gobierno cubano (siempre se filtran comentarios). Tampoco porque fuera el más capaz, pero sí por ser de más confianza para mantener el vínculo entre ambos gobiernos ante la inminente desaparición del hijo putativo de Fidel Castro y, por otro lado, porque no había mucha confianza en Diosdado Cabello, más corrupto y menos manejable.
Pero al mismo tiempo, en aquel enredo bien pensado de reacomodo del poder en Venezuela, cuando a Cuba todavía llegaban los miles de barriles de petróleo venezolano, algunos escucharon a Raúl Castro decir que el país “no podía depender de una bala” (otra filtración). Detrás de las sonrisas y apretones de manos en las fotos publicadas, la larga experiencia hacía pensar que la posición de Maduro no estaba asegurada. Entonces Raúl Castro se animó a buscar petróleo en otros países, defendió un “socialismo próspero y sostenible”, intentó diversificar las relaciones de Cuba con el mundo -incluido el acercamiento a Estados Unidos-, defendió el trabajo por cuenta propia porque, aseguró, en Cuba “nadie quedaría desamparado”. Pero resultó un camino arriesgado para el modelo dictatorial cubano y las reformas murieron al nacer. Cuba, más que de una bala, depende hoy del egoísmo y la incapacidad de sus dictadores asociados.
Es así como Raúl Castro termina su actuación pública, deteniendo las reformas y declarando, con gran cinismo, que el designado Diaz-Canel “tendrá éxito absoluto en la tarea que (se) le ha encomendado”, mientras el país se hundía aceleradamente en el pantano revolucionario en el que permanece. Claro, siempre habrá un enemigo externo para responsabilizar, pero el daño provocado por el dictador -y la culpa que asume- es mayor cuanto más intenta negar la realidad con gran dosis de cinismo.
Fidel Castro dio muestras de un cinismo bastante impúdico durante su viaje a New York en 1995, en una entrevista con el periodista Bernard Shaw, de CNN. Después de escuchar una sobredosis de “principios revolucionarios” por los cuales Fidel Castro estaba dispuesto a dar la vida, Bernard Shaw le preguntó qué pasaría en Cuba después de su muerte, y el comandante -con sonrisa de Mona Lisa- respondió: “Ese no es un problema mío, ese es un problema de los demás. Los muertos no opinan, y los retirados cuando opinan, les hacen muy poco caso. Esa es la verdad” (interesados pueden verlo en https://www.youtube.com/watch?v=25njelGSb-I).
“Esta nunca ha sido dictadura señores, esta es dictablanda. Pero si es necesario, vamos a tener que volver a apretar la mano”, dijo públicamente Augusto Pinochet diez años después de haberse convertido en dictador de Chile, tras el golpe militar de 1973. Durante los diecisesis años y medio de su dictadura, se estima que fueron asesinadas alrededor de tres mil personas, y otras miles sufrieron prision y torturas. En época de Guerra Fría, quiso convencer a los chilenos, y al mundo, de que él era la única alternativa al comunismo, no la democracia ni la libertad política.
Hay que reconocer, en honor a la verdad, que, a diferencia de otros dictadores y aunque fuera a regañadientes, Pinochet aceptó la derrota en el plebiscito al que lo obligaba la constitución que él proclamara en 1980. Se sometió como candidato único para que toda la población -no una asamblea unánime y sin ánima como en Cuba- dijera SI o NO a su permanencia en el poder hasta 1997. “Estaba seguro que ganaría por las mejoras económicas que promovió”, me dijo hace años un misionero religioso que estuvo en Chile por aquellos años. Pero el 5 de octubre de 1988, el 55.99 % de los votantes dijo NO, y el general de “las manos manchadas de sangre” -como le calificara George Shultz, secretario de Estado de Ronald Reagan-, abrió las puertas para el regreso de la democracia a Chile en 1990.
Ninguna dictadura es buena, pero no todas son iguales ni terminan del mismo modo. Sí coinciden en las muestras de cinismo, la capacidad represiva contra el pueblo que prometieron proteger, el miedo que les provoca una sociedad libre y, obviamente, la culpa que arrastran. Pero todo ello lo estiman aceptable si se compara con el único beneficio que persiguen: mantener el poder.
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