Recuerdos a un año de su muerte, ocurrida el 26 de julio de 2019
Tenía que pagar el precio en su esfuerzo por el diálogo. Él lo sabía. Fueron escasos momentos de una larga y fructífera vida pastoral, pero esos son los que atraen al mundo.
En una ocasión en que comentábamos noticias y opiniones desfavorables sobre declaraciones suyas, él mismo cardenal Ortega me dijo estar convencido que, tras su muerte, algunos lo recordarían como “el controvertido cardenal cubano”. Difícil no ser considerado así para quien fuera arzobispo activo en ese tiempo y lugar.
Cuando Jaime Ortega era un párroco en Matanzas, ya los obispos cubanos de entonces habían procurado, sin éxito, lograr un diálogo con las autoridades. Pero las autoridades privilegiaban el diálogo directamente con la Santa Sede, o sus pro-nuncios en La Habana, e ignoraban a los nacionales.
Desde san Pedro hasta el papa Francisco, incluyendo una variadísima representación que incluye lo mismo a san Ambrosio de Milán que a san Oscar Romero, los sucesores de los apóstoles han procurado ese encuentro con el poder cuando ha sido necesario, por muy controversial que pudieran ser interpretados esos actos, y sin importar si resultaban fructíferos o no.
Jaime Ortega llegó a La Habana a ocupar la cátedra episcopal el 27 de diciembre de 1981, tenía 45 años. Fue nombrado por san Juan Pablo II para sustituir a monseñor Francisco Oves, que había enfermado muy pronto. No pasó mucho tiempo y desde la Oficina de Asuntos Religiosos del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, le pidieron al joven arzobispo sacar del país algunos sacerdotes considerados incómodos, se negó, pero mantuvo la disposición al diálogo. Poco después le pidieron entregar alguna instalación religiosa que consideraban estaba subutilizada por sus pocas ocupantes religiosas, y otra vez se negó, sin renunciar al diálogo.
Si no se vieron sacerdotes en aquellas mesas redondas de la Televisión Cubana reclamando el regreso de Elián González, fue porque él dijo no, cuando le pidieron, durante un diálogo, enviar un representante de la Iglesia a tal exhibición ideológica.
En 2001, al llegar a sus manos copia de un documento firmado por el Partido Comunista en La Habana donde se daban instrucciones precisas para actuar contra la Iglesia y sus acciones sociales, tras no poca insistencia pudo sostener un encuentro con Fidel Castro, y por ese diálogo logró, entre otras cosas, impedir el cierre de guarderías infantiles que operaban en algunos templos, mantener los repasos escolares en otros más, y detener el proceso que pretendía “despapizar” La Habana.
Consultado sobre ese documento del Partido, declaró a un periodista extranjero cuál era el propósito eclesial al buscar un diálogo con las autoridades: “No se trata de la obtención de algunas cosas y mucho menos a cambio de lo que pudieran ser concesiones por parte de la Iglesia. Así no es el diálogo: se trata de hablar profundamente como quien busca un camino según un programa, como el dibujado por el Santo Padre cuando visitó Cuba en enero de 1998 y que va dando pasos en ese camino ateniéndose al respeto mutuo de lo que es la Iglesia, sus obispos y el interlocutor, el gobierno: pero cada quien en su identidad y en la verdad: si no, no es posible que se dé este diálogo” (ANSA, 10 de marzo de 2001).
El proceso de diálogo más conocido y generador de todo tipo de juicios y controversias, fue precisamente el relacionado con la excarcelación de decenas de ciudadanos presos por razones políticas, iniciado en la primavera de 2010.
Se ha hablado bastante de lo ocurrido en las afueras del templo de Santa Rita, con las Damas de Blanco y aquellos repudiables actos de repudio, los domingos 18 y 25 de abril de 2010. Menos conocido es lo que ocurrió en la oficina del cardenal Ortega. El lunes 19, tras ser informado por el párroco del templo, redactó una carta que envió a la Oficina de Asuntos Religiosos denunciando el acto, pidiendo poner fin a tales prácticas. No hubo respuesta.
Para el lunes 26, nuevamente informado por el párroco, preparó una segunda carta con los mismos términos, o similares, para la misma Oficina. Entonces ocurrió lo inesperado: sin que ninguno de los presentes dijera “abracadabra”, al dar click sobre la tecla Enter para comenzar la impresión, el texto desapareció de la pantalla del ordenador, y la impresora expulsó una hoja que solo contenía la fecha del día como prueba del intento. Obviamente, no era el tipo de milagro que un cristiano espera ver.
Donde otro tal vez hubiera desistido, el perseverante arzobispo de La Habana insistió. Sin tiempo para cuestionar la misteriosa desaparición del documento digital, tomó una hoja y bolígrafo, y escribió a mano una tercera carta, ahora dirigida a Raúl Castro, con la misma denuncia de los actos, la necesidad de ponerles fin, la urgencia de dialogar sobre estos temas sociales que eran también interés de la Iglesia. Así comenzó el proceso que concluyó con la excarcelación de más de 120 presos políticos y un reconocimiento público, al menos en aquel momento, de la misión de la Iglesia en la sociedad.
¡Y también generó controversias! No deja de ser curiosa la actitud de algunos expresos políticos de aquel “grupo de los 75” –¡no todos ciertamente! –, quienes le agradecieron su acción cuando hablaron con él en La Habana, pero una vez en España lo criticaron bastante. Como si no bastara, siguieron atacándolo ya desde Estados Unidos, a donde pudieron llegar precisamente porque el cardenal procuró un diálogo con autoridades de ese país y logró que concedieran ciento cincuenta visas para este grupo y sus familiares, cumpliendo así con una solicitud que le presentaron ellos mismos durante otro diálogo que habían sostenido antes en Madrid.
Mantuvo otros diálogos muy intensos con las autoridades, como aquel tras condenar públicamente el crimen del remolcador “13 de Marzo” en 1994. También hubo diálogos intensos al interior de la Iglesia para exponer su posición. No siempre lo hizo bien. Eso pasa con los que actúan.
De no haber actuado no se hubiera equivocado, tampoco habría ayudado. Es cierto que insistió en el diálogo con las autoridades cubanas incluso cuando estas comenzaron a dar muestras evidentes de desinterés por continuarlo. ¿Es esto un error? Tal vez. Él logró no pocos resultados por su apelación al diálogo respetuoso pero auténtico durante sus años como sacerdote y obispo. Siempre esperó más de esas autoridades, y no por ingenuidad.
Su aguda comprensión del contexto sociopolítico y eclesial cubano y la razón de su compromiso como pastor de la Iglesia ante esa realidad, pueden apreciarse en el discurso que leyó ante el papa san Juan Pablo II en la visita Ad limina de 1994, semanas antes del crimen del remolcador, y que puede leerse en el libro “La voz de la Iglesia. 100 documentos episcopales”:
“Santidad, no es desproporcionado decir que en décadas recientes Cuba constituyó un sueño para muchos hombres y mujeres de la América Hispana y aun de otros continentes. Ese sueño, que fue primeramente el sueño del mismo pueblo cubano, movilizó voluntades, creó esperanzas, despertó conciencias adormecidas, porque estaba amasado con las intuiciones sencillas y los anhelos justos de los pobres de esta tierra.
”Nadie podría alegrarse del triste despertar de un sueño arruinado, que dejaría en el desconsuelo y la frustración a tantos hombres y mujeres que habían puesto en él sus corazones.
”Los pueblos que se ven imposibilitados de realizar sus sueños se parecen a campos resecos, que corren el riesgo de ser abrasados por el fuego. Por eso la Iglesia, fiel a su misión, no cesa de convocar a todos los cubanos al esfuerzo común por reverdecer las esperanzas, pues las cenizas de los sueños no sirven para edificar un futuro promisorio.”
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