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Foto del escritorOrlando Márquez

LA ESPERANZA HUMANA

Para los cristianos está en Dios y es una virtud teologal; para otros no. Pero todos, como seres humanos, compartimos esperanzas en este mundo.

El viejo Simeón, según el evangelio de Lucas, era un santo varón que esperaba el consuelo y la liberación de su pueblo, Israel. El pasaje del encuentro del anciano con José, María y el niño Jesús, en el templo, es extraordinario (2,25-28). Simeón comprende que ha llegado la hora de su muerte porque la promesa que había recibido de Dios se cumplió aquella mañana, cuando se le permitió ver al Mesías.

El anciano vio cumplida su esperanza y después no necesitó nada más. Con espíritu satisfecho pidió a Dios que lo dejara ir, o morir, en paz, porque ya había podido ver, en este mundo, “la gloria de Israel”.

Es bueno que la esperanza en Dios pueda cumplirse, al menos parcialmente, en este mundo. Nunca fue cierto aquello de “opio del pueblo”. Él quiso que, en este mundo, aquí y ahora, supiéramos que existe la esperanza, la buscáramos y la viviéramos.

Por tanto, la esperanza no es solo en el “más allá”, debe verificarse también en el “más acá” para enriquecer esta vida que se nos ha concedido. Aunque no siempre dependa de nosotros alcanzarla, como deseo humano positivo de aquello que no aún no tenemos, pero esperamos, tenemos derecho a ella.

En la encíclica sobre la esperanza cristiana Spe Salvi -La esperanza salva-, el papa Benedicto XVI comentaba sobre la “esperanza” prometida del proyecto marxista, nunca alcanzable y siempre para el mañana imposible. Afirma que “una esperanza que no se refiera a mí personalmente, ni siquiera es una verdadera esperanza” (Nº 30). No se trata de individualismo, mas sí de la dignidad del individuo y de su urgencia de vida.

La esperanza se refiere a lo que espero, no a lo que ya tengo. Lo que no conozco o no he vivido, pero sé que es posible y debe ser mejor que lo que ya he logrado. A veces sabemos que algo malo sucederá, es inevitable, lo esperamos, pero no significa que pongamos en ello nuestra esperanza; en todo caso la esperanza es que no ocurra.

Como seres sociales, nuestra esperanza está ligada a la esperanza de otros. Esperamos con otros y en otros. Nuestra esperanza en la sociedad demanda una determinada confianza en los otros, sea en los gobernantes y los gobiernos, en las instituciones y sus responsables, y aún en la propia familia. Cuando perdemos confianza ya no esperamos: desesperamos. Entonces la confianza y la esperanza la ponemos en otro lugar, en otra persona u otro proyecto, porque la esperanza está vinculada con aquello, o aquel, que conmigo la busca y desea. No ponemos nuestra esperanza en quien no inspira confianza.

Migrantes./Foto: CLAUDIO CRUZ/AFP via Getty Images

Las caravanas recurrentes de migrantes que viajan desde el Caribe, América del Sur o Central, hacia América del Norte, o desde África a Europa, expresan la falta de confianza -y de esperanza- de esas personas en los gobiernos y gobernantes de sus países de origen. Peor aún, esas personas han perdido la esperanza precisamente porque los mismos gobernantes solo confían y tienen esperanzas en sí mismos, no en los ciudadanos, convertidos casi en un estorbo.

Tal vez los migrantes nunca vean cumplida su esperanza, pero ya no quieren soñarla más.

Mientras vivimos tenemos esperanza. Y cuando unos se esfuerzan para destruirla otros se empeñan en mantenerla viva. Porque la esperanza, si bien como deseo no depende de nosotros, no aniquila la voluntad personal, la acción y el atrevimiento para mejorar nuestras vidas. La vida misma es una expresión de esperanza, por muy triste o problemática que sea la existencia en determinados momentos.

Desde una perspectiva filosófica la esperanza es un deseo humano, pero es mucho más. Es también una virtud y una fuerza que ayuda a vivir, y salva.

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