Hace varias semanas visitó Cuba una vez más, ahora como enviado del papa Francisco para rememorar la visita de san Juan Pablo II a la Isla veinticinco años atrás. Evocó aquellas jornadas que él mismo gestionó y vivió, y como buen diplomático y pastor no olvidó demandar mayores oportunidades para la Iglesia y todos los cubanos, libertad y excarcelación de presos políticos. Para algunos resultó sorpresivo, quizás porque no le conocen.
Tuve la oportunidad de verlo llegar a Cuba el último día de febrero de 1993; y pude despedirlo, junto a obispos y otras personas, seis años después, en abril de 1999. Al llegar su rostro era pura expectativa, al partir era una mezcla de alegría y tristeza, emociones que supo controlar.
Llegó como enviado pontificio cuando el “periodo especial” alcanzaba su nada gloriosa cumbre y echaba al abismo de la desnutrición y las enfermedades, provocadas por el hambre, a cientos de miles -¿millones?- de cubanos, mientras el menú revolucionario ofrecía “resisitir”, en lugar de reformar. Él lo palpó hasta la médula y se dolió con nosotros, ayudó a muchos y en esas condiciones sembró y cultivó amistad entre los más variados grupos sociales.
Pastor y diplomático, una singular aleación que no todos los nuncios saben llevar del mismo modo. Pastor para con la Iglesia local y representante pontificio -ser puente- ante las autoridades del país. Pero también con ellas fue pastor y pudo consolar a más de uno. Así se ganó el cariño de muchos y el respeto de todos, incluidos los miembros del gobierno, quienes vieron en él un adversario -todo el que no esté dentro de su círculo es adversario- de respeto.
“El enemigo nos quiere separar”, fue la respuesta del funcionario del ministerio de Relaciones Exteriores cuando monseñor Stella acudió a una cita en su oficina, abrió su portafolio y le mostró el micrófono de la era soviética que había encontrado en un mueble estratégicamente ubicado en la nunciatura apostólica. Sabía perfectamente el terreno que pisaba, pero supo adaptarse a cada momento y reto, y crecer.
De las varias experiencias que compartí con él, recuerdo agradecido su apoyo en un momento especial de mi vida personal y profesional.
Como joven director de la revista Palabra Nueva y miembro de la Unión Católica Internacional de Prensa (UCIP), había sido invitado, junto a otros veinticuatro periodistas católicos del mundo, a participar en el programa UCIP-Universidad 1994, que ese año tendría como sede el sudeste de África: Kenia, Tanzania, Zimbawe y Sudáfrica. Era época de “permiso de salida” y “tarjeta blanca”. Para viajar al exterior, los obispos, sacerdotes y religiosos(as), así como los laicos que trabajábamos para la Iglesia, debíamos pedir el permiso de salida al Ministerio del Interior (Minint) a través de la Oficina de Atención a Asuntos Religiosos del Comité Central del Partido Comunista. Ese mismo año, con una nueva dirección en la Oficina, se dispuso que los laicos solicitaran directamente el permiso en sus respectivas oficinas municipales de Inmigración y Extranjería, del Minint.
Así lo hice. En una desvencijada casa de la calle Párraga, en Diez de Octubre, estaba entonces la oficina que me correspondía. Cuando llegó mi turno entregué la carta de invitación de UCIP, la carta del arzobispo Jaime Ortega y mi pasaporte. Dije la fecha programada del viaje y el inicio del evento el 30 de octubre, me dijeron que fuera en quince días. A los quince días no había respuesta: “venga la próxima semana”. A la próxima semana no había respuesta, y pregunté por el oficial responsable. Esperé y cuando finalmente pude acercarme a él en un pasillo, le hablé de mi urgencia. “¡Ah! ¿Tu eres aquel? ¿Y para cuando dices que es tu viaje?” Le respondí que tenía pasaje para el 28 de octubre. “No, olvídate. Cancela el pasaje que tu no vas a ningún lado.” El poder se manifiesta.
Regresé al arzobispado e informé a monseñor Jaime Ortega, también envié un mensaje a UCIP sobre mi inminente ausencia. El arzobispo llamó a la Oficina del Comité Central para que interviniera, le respondieron que eso estaba en manos del Minint y ellos no podían hacer nada. De la UCIP me respondieron que me esperaban. Horas después de aquella respuesta del poder controlador, monseñor Stella me pidió verlo en la nunciatura. El arzobispo le había hablado de los contratiempos de mi viaje, pero él quería más detalles. Le puse al tanto y nos despedimos. Faltaba poco más de una semana para el 28 de octubre.
Un par de días después, a media mañana, monseñor Jaime me dice que debía ir a recoger mi pasaporte, que el nuncio había intervenido también ante la Oficina de asuntos religiosos, y ya estaba listo. Cuando regresé a Diez de Octubre para recoger mi pasaporte, la uniformada de turno desplazó hacia atrás y hacia delante más de una vez los pasaportes aprobados que guardaba en una vieja caja de tabacos, y como no había más lugar para escarbar dijo tranquilamente: “No está. Venga otro día”. Le hablé del nuncio y la Oficina de Asuntos Religiosos del Comité Central, pero igual “no está”. De modo casual me topé con el mismo oficial al mando de aquella oficina que me había sugerido cancelar el viaje, le comuniqué el mismo mensaje, pero él no sabía nada y “si no está, no está”.
Los compañeros del Minint saben el modo de hacerte sentir mal, perder las esperanzas o inducirte a creer, aunque sea brevemente, que el control de tu vida lo tienen ellos, incluso logran que uno sienta repulsión hacia el uniforme que visten. Así regresé al arzobispado e informé al arzobispo y pasé mensaje al nuncio. Aquella misma tarde, recibo otro mensaje de monseñor Stella, me dice debo regresar a aquella casa desvencijada donde el sadismo sicológico imperaba vestido de militar, pues mi pasaporte sí estaba disponible.
Ya era tarde y no había público. Una oficial ocupaba el lugar de la recepcionista. Al verme me sonrió y dijo con amabilidad: “Venga, pase. Lo estaba esperando”. Me invitó a pasar a otro salón donde solo había un pequeño buró con dos sillas opuestas, y algún archivo. Sobre el buró una cafetera humeante y dos tazas de café. Me invitó y acepté. Abrió una carpeta y me dio mi pasaporte con permiso de salida y la famosa “tarjeta blanca” que debía acompañarme durante todo el viaje, hasta el regreso. Le di las gracias y dije: “Quiero hacerle una pregunta, y usted la responde si quiere, yo comprendo. ¿La negativa a mi viaje fue de aquí o de la Oficina del Asuntos Religiosos?”. Sostuvo la mirada, con voz baja y serenidad, respondió: “La Oficina”. Lo hice por pura curiosidad, porque daba igual quien hubiera decidido la prohibición. Podían ser uno o el otro, o los dos a la vez.
Fui a casa e informé al arzobispo y al nuncio. Monseñor Stella me pidió pasar por la nunciatura el día antes de mi viaje. Lo hice, y allí me entregó un paquete diciéndome que era valija diplomática que debía entregar en Roma. Comprendí que el nuncio había empujado más allá de lo que yo hubiera imaginado para que aprobaran el permiso de salida. Pero como buen diplomático, y pastor, pensó más allá.
El día de mi salida, por la Terminal 1 del aeropuerto “José Martí”, una joven rubia uniformada me sonrió cuando puse mi pasaporte ante ella. Inmediatamente un teléfono sonó y ella respondió con el habitual “Ordene”. La sonrisa desapareció, y después de colgar me dijo que había problemas con mi pasaporte. Yo había llegado bastante estresado después de días de negativas y maltratos, y aun así pude decirle “¿Cuál es problema? ¿Qué pasó con su sonrisa? ¿Dónde están las cámaras aquí?” Un oficial llegó, tomó mi pasaporte y me dijo que tenía problemas con el permiso, después que con la visa a España. El timbre volvió a sonar, el oficial dijo “ordene”, escuchó unos segundos y finalmente sellaron mi pasaporte con el cuño de “Salida”.
Mi esposa e hijos me habían acompañado y tras despedirnos quedé solo, del otro lado, convencido de que me vigilaban, pero ya no importaba. Pocos minutos después vi venir hacia mí a la hermana María Fe, de las Siervas de San José, quien llevaba varios años trabajando en la nunciatura apostólica como un discretísimo “brazo derecho” de pronuncios y nuncios que por allí habían pasado. Fue bálsamo para aquel momento. Con su identidad como diplomática de la Santa Sede en Cuba, fue enviada por monseñor Stella a acompañarme y permaneció allí hasta que el avión despegó. Monseñor Stella no quiso dejarme solo un momento. Por si fuera poco, para más sorpresa, al llegar a Madrid para una escala de cuatro horas antes de seguir a Roma, me esperaba monseñor Mario Tagliaferri, nuncio apostólico en España y quien había sido años antes nuncio apostólico en Cuba. Me llevó a la nunciatura, donde comimos y compartimos sobre mis vivencias de los últimos días y horas, de lo cual ya estaba enterado.
Durante aquellas jornadas previas a mi viaje a África, monseñor Beniamino Stella me mostró su talla de diplomático y pastor, con cada gesto suyo sentí la cercanía de la Iglesia. No estuve solo.
Según las circunstancias y los retos, actuó de igual modo con todos los miembros de la Iglesia en Cuba que por una razón u otra se cruzaron en su camino. Ser diplomático y pastor cercano a los fieles, a veces más cercano que los pastores locales, es el recuerdo agradecido que llevo de monseñor Beniamino Stella.
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